13 de diciembre de 2013
Me incorporé a un juzgado apenas cumplidos los 27 años. Y como todo juez recién salido de la Escuela Judicial, la inexperiencia e inseguridad eran sensaciones que se resistían a abandonarme.
La avalancha de situaciones nuevas y emociones inéditas -al menos para mí- se sucedían una tras otra en el discurrir de los días. Fue en esa primera etapa cuando hube de encontrarme por primera vez cara a cara con un asesino.
Corría el año 1994 y acababa de tomar posesión de mi primer destino en el Juzgado de Primera Instancia nº1 de Vera (Almería). Como digo, las situaciones más inimaginables y desconocidas tenían lugar un día si y otro también. Si no era una cosa, era otra, pero siempre terminaba la jornada con algo nuevo, y sobre todo, con algo capaz de sorprenderme.
Transcurridos algunos meses y cuando ya pensaba que lo peor había pasado, recibo una llamada desde el puesto de la Guardia Civil de Huércal Overa: se había producido un asesinato y como los hechos habían tenido lugar en una población de mi partido judicial, ponían al detenido a mi disposición.
Este es el breve resumen de lo sucedido. El dueño de varios prostíbulos de la zona le había pegado tres tiros en la cabeza a un gitano. La razón es que el gitano había ofrecido más dinero a una de sus trabajadoras, una conocida prostituta, que había aceptado la propuesta, abandonando su local. Como el fichaje de una galáctica, vaya. Así que el individuo se desplazó hasta el aparcamiento del club de carretera que regentaba el gitano esperándole hasta la hora del cierre. Cuando el gitano se dirigía a su coche, ya casi de día, le apuntó con una pistola, le obligó a arrodillarse frente a él, y cuando lo tuvo en esa posición, le disparó hasta tres veces en la cabeza.
Bien, pues este sujeto venía de camino al Juzgado para que yo lo interrogara y decidiera si quedaba en libertad o decretaba su ingreso en prisión preventiva.
Los agentes de la Guardia Civil lo condujeron hasta mi despacho. Su estampa era la de un "tipo duro", más propio de un personaje de la película "Valor de ley" que de la vida real. Lo recuerdo muy, muy alto (aunque tal vez no sea más que una mala pasada de mi memoria por lo pequeño que me sentí en ese momento), de piel muy morena. Se sentó frente a mí, en una silla, dispuesto a declarar. Estaba muy tranquilo. "Dios, estoy sentado delante de un asesino" es lo primero que se me vino a la cabeza.
Esta sensación no me la habían explicado en la Escuela Judicial, ni venía en los temas de la oposición. No sabría describirla. Era una sensación de ansiedad, de tensión, de novato... pero no fue una sensación desagradable. Reconozco que me sentí importante por la autoridad y la responsabilidad que asumía en ese momento. Fui consciente de la importancia de ejercer esa autoridad de forma adecuada y con sentido común.
El detenido declaró con mucha tranquilidad, de manera educada, se expresó con corrección y reconoció los hechos. No se escondió ni intentó buscar excusas. Eso contribuyo a que me relajara y empezara a sentirme más cómodo.
Terminó de declarar, firmó con las muñecas esposadas y antes de ordenar que lo retiraran y que esperase la notificación del auto de prisión, le estreché la mano, al igual que hacía con todo los que declaraban ante mí. Y... ¿sabes qué? Tenía una mirada de lo más normal.
Cuando salió de mi despachó ya no me sentía tenso ni asustado, me quedé con la sensación del trabajo bien hecho y con la emoción de haber vivido una situación reservada -afortunadamente- a muy pocos: la de verse sentado frente a frente con un asesino.
Naturalmente, no fue el último.
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